El cine y la literatura, más que ser ventanas hacia lo desconocido, suelen funcionar como espejos de nuestras creencias, ideologías y aspiraciones más ingenuas. En vez de incomodarnos o retarnos, muchas veces el arte se convierte en una zona de confort emocional, una fantasía reconfortante que reafirma nuestras utopías y evita toda confrontación con la realidad. Pero ¿y si el verdadero arte no fuera un analgésico, sino una herida bien abierta? ¿Y si, en lugar de colorear el mundo para hacerlo más soportable, nos lo mostrara con sus grietas más crudas?
El arte, entonces, no debería ser solamente una forma de suavizar la existencia, sino un empuje que nos lance del umbral de la niñez a la adultez. Por suerte, existen artistas que no se dejan absorber por las modas ni por la emoción colectiva, y que se atreven a pensar. Es ahí donde nace lo que aquí llamaré “cine del desengaño”. Probablemente no soy el primero en nombrarlo así, pero eso no importa ahora.
Quizás nos hemos vuelto tan prisioneros del presente que olvidamos mirar hacia atrás, al cine que desafía nuestras expectativas y revela otras formas de contar el amor y la vida. Chilly Scenes of Winter es una invitación a romper ese cronocentrismo y descubrir historias que el tiempo no debería dejar en el olvido.
Para entender mejor este tipo de arte que desmitifica y rasga el velo de nuestras ilusiones, propongo analizar este ejemplo concreto, dirigido en 1979 por la cineasta estadounidense Joan Micklin Silver.
La historia gira en torno a Charles, un funcionario público que se obsesiona con una compañera de trabajo, Laura. Ella deja a su marido y sostiene un romance con Charles, pero pronto lo abandona y regresa con su esposo. La película alterna entre el presente y los recuerdos de Charles, mostrando cómo comenzó la relación y dónde se encuentran ahora ambos personajes.
Charles vive anclado en su obsesión. No hay un minuto en que no piense o mencione a Laura. Ella, en cambio, parece no saber con claridad lo que quiere; busca su lugar en el mundo con torpeza, pero también con cierta lucidez.
Esta historia, aunque aparentemente sencilla, nos prepara para una ruptura más profunda: la traición a las convenciones de la comedia romántica. Es aquí donde el “cine del desengaño” cobra fuerza. Aunque por momentos parece adherirse a los códigos del género, la película subvierte esas expectativas y le da al guión un tratamiento más plausible, más real. No hay una resolución ideal ni un crecimiento transformador de los personajes. Lo que se experimenta es un estancamiento reconocible, incómodo.
Esto no significa que toda comedia romántica sea una fábula hueca del amor idealizado —hay excepciones, claro—, pero sí se puede afirmar que en la mayoría de los casos no se busca cuestionar nuestras ideas preconcebidas sobre el amor romántico. Se nos ofrece, en cambio, una caricatura emocional, una fantasía platónica desconectada de la vida real.
Se me podría acusar de ingenuo: el cine, después de todo, no está obligado a representar la realidad. Pero, ¿qué ocurre cuando casi todo lo que representa son utopías? ¿Cómo puede entonces el arte ayudarnos a crecer, si se limita a alimentar una visión infantil del mundo? ¿Deberíamos entenderlo como una promesa de lo que podría ser, o como un enfrentamiento honesto con lo que ya es?
Quizás sea yo el idealista aquí, y deba aceptar que el mercado decide cómo se expresa el arte. Pero no abogo por eliminar una forma para imponer otra. Solo quiero señalar que existe un tipo de cine que incomoda, que aborrece nuestras expectativas y nos muestra las cosas tal y como suceden en muchas ocasiones.
Todos hemos vivido —o presenciado— desilusiones amorosas. Sabemos que el amor está plagado de idealismos y momentos hermosos, sí, pero también de fracasos, rechazos y soledad. Charles idealiza a Laura como la mujer perfecta, y ella misma detesta no estar a la altura de esa proyección. Con sus propias contradicciones, Laura sabe quién es, y por eso a veces se siente como un fraude.
Charles la cela, la persigue, se estaciona frente a su casa para observarla. Como muchos protagonistas masculinos del cine romántico, se niega a aceptar el final de una relación y cruza la línea hacia conductas predatorias que tiñen la película de un tono sombrío. En muchas comedias románticas, estos gestos se romantizan y se premian con un final feliz. Aquí, no.
La diferencia está en que Joan Micklin Silver no distorsiona nuestra percepción para que veamos a Charles como un príncipe malentendido. Nos muestra, sin anestesia, a un hombre desbordado por una obsesión. Sin adornos. Sin redención.
El cine del desengaño lucha directamente con una realidad que no puede maquillarse. En la película también se insinúa que Charles es hijo de una mujer con problemas mentales, que perdió a su esposo hace tiempo y ha intentado suicidarse en varias ocasiones. Otro caso —quizás— de alguien que no logra sostener la realidad tal cual es.
Pero no me aventuro a diagnósticos psicológicos; no soy experto en eso. Lo que puedo hacer es intuir una correlación: su madre representa el resultado de no aceptar las cosas como son. No es una regla, porque también conocemos a la hermana de Charles, quien aparentemente ha encontrado una forma más estable de vivir. Pero el eco está ahí.
El cine del desengaño no pretende salvarnos, ni enseñarnos a amar mejor. Solo nos muestra lo que a veces no queremos ver: que la vida rara vez ofrece finales felices, pero que hay una forma de belleza —áspera, lúcida, necesaria— en atreverse a mirar sin filtros. Tal vez ahí, justo ahí, comienza la verdadera adultez.
Si quieres descubrir esta mirada honesta y sin adornos sobre el amor, no dejes de ver Chilly Scenes of Winter. Puedes verla aquí:
Tambien disponible en Criterion Collection: https://www.criterion.com/films/29145-chilly-scenes-of-winter?srsltid=AfmBOoruAfNQlZNLSn5BSjIfaGMxNEob1f6b03H88R9eoSoWlmAgNyxs
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