por José Morales

El cine existe desde hace aproximadamente 129 años. Nacido como una novedad tecnológica y espectáculo, no tardó en consagrarse como el séptimo arte gracias al crítico de arte francés Ricciotto Canudo, quien, en 1911, en su Manifiesto de las siete artes, definió al cine como una síntesis de las artes anteriores, configurando así su percepción hasta hoy.

Esto ocurrió apenas 16 años después del momento fundacional: la primera proyección pública del corto de los hermanos Lumière, La llegada de un tren a la estación de La Ciotat, en un pequeño café de París el 28 de diciembre de 1895. La película, que dura menos de un minuto, se presentó a un público que pagó una entrada de 1 franco, equivalente a unos 25 centavos de dólar estadounidense en esa época.

Ésta se presentaba dentro de un conjunto de cortos de los hermanos Lumiere y, a diferencia de hoy, estas películas no tenían un tiempo determinado en cartelera, sino que iban moviéndose de lugar en lugar, como un espectáculo nuevo que recorría cafés, ferias y salas, atrayendo a públicos distintos.

El cine nace ligado al mercado. No puede pensarse ni solo como arte ni solo como producto, sino como una especie de mutante dinámico que llamaré aquí cinemercado. No todas las películas entran en esta categoría, pero si quieren formar parte del circuito nacional o global —es decir, presentarse en las salas que visitamos— deben ser vistas como un producto que responde a las exigencias de nuestra realidad. Porque, al final, todo se reduce a la lógica del mercado.

Estas dos fuerzas —el arte y el mercado— trabajan, en la mayoría de las ocasiones, en oposición: mientras el arte busca expresarse, el mercado quiere generar dinero. Y muchas veces, para que el mercado siga generando, el arte debe convertirse en su sirviente. Es decir, la visión de un director o guionista se ve atravesada, condicionada o incluso moldeada por las exigencias económicas del entorno.

Esto es casi inevitable, pues no todos andamos caminando con millones en los bolsillos para producir nuestros proyectos y proteger la integridad de nuestras propuestas narrativas y estéticas. Por eso, más que una rendición, esta dependencia es una condición de existencia para gran parte del cine.

Por otro lado, aunque no completamente abstraídos de esta ecuación mercantil, existen algunos escritores que, dependiendo de su contexto y aspiraciones, aún conservan cierta libertad sobre lo que escriben y cómo lo hacen —siempre que no busquen hacerse millonarios ni hablarle al mundo entero.

En cambio, las películas hechas para la pantalla grande, en general, deben atender a ciertos códigos de adaptabilidad e identificación con la mayoría del público. Es decir, deben construir relatos capaces de hablarle a una porción significativa de la humanidad.

Si bien India es el país que más películas produce, es Estados Unidos quien tiene mayor alcance global con ellas. y esa influencia cinematográfica forma parte esencial del poder que Estados Unidos ejerce a nivel global, no solo en lo económico y militar. Como parte de este paquete ideológico, muchas de las ideas y relatos que emanan de sus líderes y producciones culturales tienen raíces profundas en el protestantismo, lo que refuerza esa cosmovisión dominante.

Esta herencia protestante permea también el cine estadounidense, donde a menudo se refleja una visión del mundo centrada en el esfuerzo personal, la redención y la lucha contra la adversidad. Así, el cine estadounidense no solo alcanza audiencias amplias, sino que también impone, en buena medida, su propia mirada del mundo. De hecho, Estados Unidos puede considerarse el mayor productor de ideologías a nivel global, pues a través de su vasto alcance cultural y cinematográfico difunde y refuerza diversas cosmovisiones que influyen en la forma de pensar y entender el mundo de millones de personas.

Entonces, a la hora de hacer una película, se considera todo lo mencionado anteriormente, y además se recurre al uso de actores mundialmente reconocidos como gancho —en su mayoría blancos y alineados con los cánones de belleza predominantes—. También se calcula cuidadosamente la fecha de estreno: verano o invierno, aprovechando las vacaciones escolares y universitarias para asegurar mayor asistencia. Incluso el rating se convierte en una herramienta estratégica: aunque a ti, como adulto, no te interese cierta película, si tienes hijos, un televisor en casa y un celular, es probable que ellos quieran verla. Y así, lo que podría haber sido una o dos entradas, se convierte fácilmente en cuatro: el promedio del hogar estadounidense.

Por esto, Disney cuenta con películas que han generado billones en ganancias —Avengers: Endgame, Frozen II, The Lion King (2019), entre muchas otras—, y ha consolidado su dominio global a través de franquicias, secuelas y remakes cuidadosamente diseñados para maximizar su alcance y rentabilidad. Esta maquinaria es, quizás, una de las muestras más visibles de cómo el arte cinematográfico queda, en muchos casos, subordinado a las exigencias comerciales de la industria.

En contraste, el cine independiente se mueve en otro ritmo (o así lo creemos), uno donde la búsqueda estética y la libertad creativa suelen ser el motor principal, aunque sin dejar de lado las limitaciones reales del mercado. Estos proyectos no aspiran a llenar estadios ni a hablarle a todo el planeta, sino más bien a explorar voces, temas y formas que el gran circuito suele dejar de lado. Aquí el dinero no es el protagonista, sino más bien un invitado esquivo y complicado, que muchas veces condiciona, pero no determina el camino.

Los cineastas independientes enfrentan una paradoja constante: por un lado, necesitan financiación para hacer sus películas; por otro, esa misma financiación puede exigirles ceder parte de su visión o someterse a ciertos códigos para que la obra sea “vendible”. Sin embargo, a diferencia del cine comercial, su objetivo no siempre es llegar a la mayor audiencia posible, sino tocar fibras específicas, abrir preguntas, proponer miradas distintas y, sobre todo, mantener la integridad de sus propuestas narrativas y estéticas.

Es un espacio donde el arte se reivindica, pero también un espacio frágil, a merced de subsidios, festivales y apoyos que no siempre llegan, y que hacen de cada película un acto de resistencia. Quizá por eso, el cine independiente se sostiene en la esperanza y en la convicción de que otro modo de contar historias es posible, incluso si no se mide en taquillas o en millones. Aunque a veces dudo si esto sea posible y no esté yo siendo un idealista.

Si tenemos todo esto en cuenta, podemos entender mejor por qué franquicias como Jurassic Park, Marvel y otras encuentran tantas dificultades para empujar hacia nuevos territorios. Hollywood, en muchos sentidos, encontró una receta y ha preferido replicarla una y otra vez. Este escrito puede leerse, entonces, como una especie de mapa para entender el cine no solo desde la emoción que provoca y las ideas que a veces comparte, sino desde la estructura que lo sostiene y las fuerzas que lo moldean.

En ese contexto, Jurassic World: Rebirth llega como una promesa de renovación. Pero incluso falla al hacerle justicia a parte de su propio título: Rebirth —renacer—, que implicaría un volver a comenzar, una posibilidad de mirar hacia atrás para, con conciencia de los cánones, intentar algo nuevo. Sin embargo, aquí elegimos creer que, una vez entendemos el mercado y sus reglas no escritas, nuestras expectativas no pueden ser tan fácilmente frustradas. Porque entender cómo funciona la máquina no la vuelve menos imponente, pero sí nos permite caminar sus pasillos con los ojos más abiertos. Y eso, quizás, ya es una forma de resistencia.

Ir al cine hoy se parece, cada vez más, a comprar una camisa en línea. La ves en la página, te parece interesante, tal vez incluso emocionante. Pero cuando te llega, descubres que no te gusta cómo te queda ni los materiales con los que fue hecha. El cine funciona igual: el tráiler te llama, te seduce. Compras la taquilla. Lo que ocurre después es “imprevisible”, pero solo si no entiendes cómo opera el mercado.

Por eso, como con la camisa, muchas veces preferimos comprar en tienda: verla, tocarla, probárnosla. Y en el cine, esa versión consciente implica elegir con más cuidado qué película vamos a ver, buscar quién la dirige, quién la escribe, qué estudio la produce, dónde se estrena, qué rating tiene y en qué época del año aparece. Todos esos factores —aparentemente periféricos— nos dicen algo. Nos orientan.

En última instancia, tenemos que aprender a mirar como escritores y como productores. No solo como espectadores que esperan ser sorprendidos, sino como lectores activos de una industria que, para no ahogarse, repite fórmulas. Entender esto no arruina la experiencia: la afina. Y tal vez nos permite exigir con más claridad, y crear con más conciencia.