¿Es toda creación un eco? ¿Cuándo dejamos de ser pioneros y comenzamos a reescribir el mismo libro una y otra vez?

por José Morales

En medio de varios compromisos, hice un espacio para ver la más reciente película de Wes Anderson, The Phoenician Scheme, protagonizada por el puertorriqueño Benicio del Toro. En sala noté algunas cosas que —según mi memoria, y admito que puedo estar equivocado— no había visto antes en su cine: una pieza de música clásica que abría con fuerza los créditos iniciales, un plano sostenido de cámara en mano, e incluso un par de ángulos menos rígidos, más sueltos. También hay una escena en la que una persona explota por la mitad, con una cantidad de sangre que me pareció inusual para su obra. No al punto de lo grotesco, pero sí lo suficiente como para marcar una diferencia. Uno de los planos, durante los créditos, parecía un ojo de dios, cenital, como si la mirada no fuera solo la de Anderson.

Me enteré luego de que el cinematógrafo esta vez no fue Robert Yeoman, su colaborador habitual, sino Bruno Delbonnel (Amélie, Inside Llewyn Davis), y eso podría explicar algunos de esos pequeños desplazamientos formales. Sin embargo, muchos de los códigos característicos siguen ahí: el humor seco, las referencias cruzadas, los objetos inmaculados, los trajes perfectamente cortados y su admiración por una estética pulida, propia de una clase alta hiper-estilizada. Todo está lleno de accesorios y artefactos que marcan la potencia económica de sus personajes —incluso bolígrafos Montblanc; se sabe que le encantan. Aquí nada parece haber sido dejado al azar. Y eso es parte del problema para mí. Anderson, en sus mejores momentos, lograba algo raro: que todo pareciera planificado y, a la vez, abierto al accidente. Como si en medio del control, aún fuera posible el desvío, el hallazgo, eso que encontramos cuando de repente soltamos el mapa. Ahora, en cambio, siento que estamos ante alguien que ha planificado su obra como un arquitecto obsesivo. Me lo imagino como el empresario o gurú de Insta que programa cada momento del día. Incluso cuándo va al baño —un baño diseñado por él, claro, con mármol italiano, azulejos turquesa y un bartender sirviendo cócteles a quien entre.

Hay cosas que necesitan de esta rigidez: un avión, un puente, un edificio. Es decir, cualquier creación que involucre uso e interacción humana y cuya estructura tenga que asegurar el bienestar de sus usuarios. Pero el arte, como la montaña, también vive del riesgo. La gente sube a los montes no solo por llegar a la cima, sino por la promesa de que hay que transitar un camino que no sabemos exactamente qué nos va a traer. Puede fallar el clima, el cuerpo, el juicio. Y aun así se sube: aunque no llegues, el intento te transforma. Con los edificios, no pasa lo mismo. Desafiando la creación de Dios —y queriendo ubicarla en el centro de una ciudad— creamos rascacielos para que cualquiera pueda subir a una gran altura con seguridad, vestido de gala y sin saber nada sobre escalar. Últimamente —y uso esa palabra como eufemismo, porque creo que lo hace desde The Grand Budapest Hotel— la experiencia cinematográfica de Anderson se siente como esa: como subir a un rascacielos. La primera vez, la experiencia es fascinante y te deja sin aliento. Pero esa misma seguridad y predictibilidad hacen que, después, se pierda la magia. La contingencia de un camino irregular, cambiante, va desapareciendo.

Una vez subes al edificio Rockefeller, no hace falta subir a otro edificio alto: aunque haya variaciones en altura y distintas amenidades, la experiencia es básicamente la misma. En Francia, en Dubái, en cualquier lugar. Con los espacios naturales no ocurre eso, porque el caos y la contingencia aún imperan. Anderson, desde hace un tiempo, parece solo interesado en diseñar rascacielos y nada más. Sus películas solían ser como escalar un monte. No porque fueran difíciles, sino porque contenían un hálito de vida que reflejaba una realidad móvil  —aun dentro de la ficción— profundamente humana. Se asemejan más a un mago que a un constructor. Con él y con sus personajes descubríamos por qué valía la pena subir. Ahora, bajo el rol del arquitecto (que no por ello carece de creatividad), se siente más rígido, más frío, más calculador. Tiene todos los ingredientes para hacer un edificio y no queda más que construirlo, con diferentes variaciones y elementos, una y otra vez. La sensación de asombro, esa cosa inasible que antes lo acercaba al mago, se va diluyendo. Como si estuviera atrapado en sus propias formas.  En The Darjeeling Limited, tres hermanos distanciados viajan a la India con la intención de reconectar tras la muerte de su padre. Francis, el mayor, organiza el viaje con una carpeta llena de horarios, rutas y propósitos espirituales. Pero esa estructura rígida  no permite que el viaje los transforme; más bien, los asfixia. El conflicto aparece justamente ahí: en el intento de controlar algo que solo cobra sentido cuando se suelta. Y ahora pienso que quizás Anderson, sin querer, ha seguido el camino de su personaje: planeándolo todo con tanto rigor que impide que algo inesperado —y vivo— ocurra.

Navegando por Letterboxd, vi que Anderson compartió algunas de las películas que lo inspiraron para este proyecto. Una de ellas fue The Mattei Affair, de Francesco Rosi, sobre un industrial italiano que muere en un accidente de avión —o eso parece. Rosi trabaja con una estructura fragmentada, entre la investigación, el testimonio y el ensayo visual. Corrí a verla. Entiendo, a grandes rasgos, qué pudo haberle interesado: el personaje principal, los juegos con la estructura, los saltos temporales, el tono conspirativo. Anderson menciona otras influencias y los elementos que tomó de cada una. Y sin embargo, algo me hace ruido. Me pregunto si The Phoenician Scheme es su película… o solo el fantasma de ella. Como si su verdadero filme estuviera vagando, atrapado entre los préstamos y las referencias, sin encontrar un lugar claro donde manifestarse. Hay estilo, sí. Hay montaje, hay simetría, hay precisión. Pero ¿dónde está la película que solo él podía hacer? No sé si ni él mismo podría responder eso. Y yo, aunque sigo siendo su admirador, me encuentro un poco agotado. Ver que se viene otra película suya me sigue emocionando, sí. Pero cada vez entro a la sala esperando que esta vez no se trate de otro rascacielos. Que en algún momento vuelva a levantar, como un dios mitológico, un monte verdadero: uno irregular, impredecible, lleno de bifurcaciones. Donde el mapa no está trazado y cada paso sea una revelación.